Puedo ver el centro de la ciudad desde la ventana de mi
habitación. Durante el día se pueden divisar las montañas ocultas tras ese velo
gris y tóxico que respiramos a cada rato, y las personas se ven como diminutas
hormigas caminando en línea hacia el metro, o hacia la micro en el paradero.
Pero prefiero
quedarme horas despierto, mirando esa misma escena durante la noche. Casi no
hay personas y por momentos las calles son adornadas por alguna baliza que
interrumpe el silencio reinante. Algún vehículo pasa solitario, esperando
liberarse la de luz roja en la esquina.
Todo
pareciera ir más lento.
Durante la
noche las luces armonizan mejor con la oscuridad, y estoy horas mirando hacia
el centro de la ciudad, tratando de distinguir punto por punto aquellas más
alejadas. Y ahí me quedo, apoyado contra el muro, tratando de buscar y
encontrar sólo una entre todas las luces.
Y es que me
desvelo por las noches queriendo ser aquel farol afortunado, cuya luz se
escabulle por las cortinas de tu alcoba, y abriga tus sueños mientras
duermes.
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