La tierra, convertida en lodo después de la última lluvia, deja mis pies sucios luego de horas de caminata. En estos lugares el viento derrota al sol, y sobre la piel se siente una suave y refrescante brisa veraniega, que convierte los más áridos días citadinos en agradables tardes templadas.
Es un lugar ideal para pensarse.
Así como la brisa ayuda a aliviar el sofocante calor, también facilita traer al presente los recuerdos de los últimos tiempos, recontando todo y ayudando a poner en nuestras balanzas nuestras acciones.
Y así saber qué hacer al volver a la aridez del mundo habitual.
Siempre me ha llamado la atención esa necesidad de salir de ese mundo, extraño, indiferente, hostil y a veces tan complejo. A pesar de haber crecido rodeado de su asfalto y de infiltrarme a ratos entre sus habitantes, siempre he sentido que no pertenezco a aquel lugar, como si hubiese llegado a él luego de nacer y crecer en el reino del viento. Constantemente esa brisa está llamándome.
Esa brisa me reclama para sí.
Cada vez que estuve cerca de cruzar alguna calle en aquella ciudad, sentía su fuerza jalándome hacia sus más altas cumbres. En cada ocasión en que pude haberme infiltrado en sus mundos, más de lo habitual, esta dulce tirana aparecía frente a mí, como cuál asesina de ilusiones, que elimina cualquier esperanza de haberme unido a ese mundo extraño.
La vida transcurre en ese mundo extraño, es cómo si esa tirana me permitiese estar ahí sólo por un tiempo, para después forzarme a volver a su lado, una y otra vez. Sé que debo emigrar de ahí, tarde o temprano, pero aquella reina caprichosa me reclama, me fuerza a volver allá, a su imperio de soledad y silencio, embriagándome con su suavidad.
Así siempre estaré en esas tierras de asfalto, como si estuviera en un campo desconocido y peligroso, obligándome a volver al reino del viento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario