martes, 15 de febrero de 2011

Melodías de Guerra


La realidad siempre supera la ficción. Varias veces había oído aquella frase durante los últimos años, desde cuando apenas era un novato y había más ganas que experiencia. Siempre decían que esa era una de las cosas que había que tener presente al momento de la verdad, que probablemente si recordaban esa frase, volverían a sus camas al final del día. La mayoría de los que se alistan entran con la imagen que dan en las películas de la guerra, de soldados que gritan como energúmenos, follándose a las putas del pueblo o que se divierten disparándole al enemigo mientras lanzan una que otra puteada con los ojos desorbitados clamando por más sangre.

La primera vez que se enfrentó a una batalla real sintió que había un antes y después en su vida. Cualquier persona se bloquearía a la primera bala que le pasara cerca y lo más probable que haga sería huir de ahí, lejos de los proyectiles. Pero acá huir estaba prohibido, y si pretendían escapar de esas balas, se encontrarían con una que sí les llegaría, pero disparada por su oficial superior. La única opción era apretar el gatillo, evitar que los mataran, y estar lo suficientemente iluminados para evitar cometer un error fatal. Aquel sujeto se enfrentó esa vez a un grupo de hombres vestidos de civiles, que portaban armas de grueso calibre en medio de una derruida ciudad. El único ruido que percibía eran esos pedazos de metal cortando el viento, mientras entre ellos se gritaban órdenes y advertencias. Lo primero que surge es confusión entre tanto mensaje y ruido, pero a la fuerza los oídos y los ojos aprenden a codificar todo eso, y así se van formando los soldados… por las malas. De ese modo se formó él, esquivando las balas y disparando a cualquiera que alzara algún fusil o revólver.

Durante ese período, al final del día lo único que quería, al igual de muchos, era dormir y por un momento no tener conciencia de las cosas. Costaba adaptarse a esa realidad totalmente diferente de lo que se vivió antes de enlistarse. Oír la melodía de la guerra vibrar en su memoria le dificultaba conciliar el sueño, y muchas veces fue tan intenso que al día siguiente le costaba estar atento, teniendo muchas veces que tomar litros de café para poder despertarse en algo. En aquellos primeros días deseaba poder estar en su hogar, menos hostil, y haber decidido no hacer aquella fila en el cantón. Pero lentamente sus oídos se fueron acostumbrando a las balas y las explosiones, y sus ojos fueron adecuándose a los ríos de sangre, edificios destruidos y cadáveres desperdigados por las calles. Lentamente comprendió que la única forma de sobrevivir a aquella carnicería, era convertirse en el carnicero.

Progresivamente el convertirse en carnicero fue trayendo sus consecuencias. Frialdad, indiferencia y desinterés en el dolor ajeno, fue poco a poco lo que comenzó a aflorar en él, como en aquellos que también habían aprendido a sobrevivir, y de alguna forma eso también los convirtió en más que soldados, los convirtió en camaradas, en compañeros que se sentían como muertos que debían escapar del infierno. Mientras supieran que otros también pasaban por lo mismo, era superable, mientras estuvieran en la guerra junto a sus compañeros, era aguantable…

… Pero una vez fuera de la guerra.

Una vez fuera de la guerra ya no se tenía algo en que distraer el pensamiento. Una vez ya fuera de los huracanes de balas y los truenos de las granadas no había forma de evitar tomar caldo de cabeza. El volver a la vida normal de los individuos resultó, al fin y al cabo, en una verdadera batalla, en donde no se arriesgaba la vida, pero si era mucho más cruenta e insoportable que el campo de combate. Una vez fuera de la guerra no había compañeros que hubiesen pasado por lo mismo, por lo que ahora el soldado no era el soldado, sino el bicho raro.

Lo único que podía surgir de eso, era el remordimiento, y soledad.

sábado, 5 de febrero de 2011

... El Reino del Viento


La tierra, convertida en lodo después de la última lluvia, deja mis pies sucios luego de horas de caminata. En estos lugares el viento derrota al sol, y sobre la piel se siente una suave y refrescante brisa veraniega, que convierte los más áridos días citadinos en agradables tardes templadas.

Es un lugar ideal para pensarse.

Así como la brisa ayuda a aliviar el sofocante calor, también facilita traer al presente los recuerdos de los últimos tiempos, recontando todo y ayudando a poner en nuestras balanzas nuestras acciones.

Y así saber qué hacer al volver a la aridez del mundo habitual.

Siempre me ha llamado la atención esa necesidad de salir de ese mundo, extraño, indiferente, hostil y a veces tan complejo. A pesar de haber crecido rodeado de su asfalto y de infiltrarme a ratos entre sus habitantes, siempre he sentido que no pertenezco a aquel lugar, como si hubiese llegado a él luego de nacer y crecer en el reino del viento. Constantemente esa brisa está llamándome.

Esa brisa me reclama para sí.

Cada vez que estuve cerca de cruzar alguna calle en aquella ciudad, sentía su fuerza jalándome hacia sus más altas cumbres. En cada ocasión en que pude haberme infiltrado en sus mundos, más de lo habitual, esta dulce tirana aparecía frente a mí, como cuál asesina de ilusiones, que elimina cualquier esperanza de haberme unido a ese mundo extraño.

La vida transcurre en ese mundo extraño, es cómo si esa tirana me permitiese estar ahí sólo por un tiempo, para después forzarme a volver a su lado, una y otra vez. Sé que debo emigrar de ahí, tarde o temprano, pero aquella reina caprichosa me reclama, me fuerza a volver allá, a su imperio de soledad y silencio, embriagándome con su suavidad.

Así siempre estaré en esas tierras de asfalto, como si estuviera en un campo desconocido y peligroso, obligándome a volver al reino del viento.