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Siento sólo algo de frío en mis pies, pero sería absurdo que mi nueva gabardina llegara hasta el suelo, mojándose con las pozas de agua que quedan de la última lluvia. Me llega hasta un poco más abajo de las rodillas y es cerrada en el cuello, como me gustan, sin solapa. Hace tiempo que deseaba tener una, quizá porque abriga más que cualquier otra chaqueta o abrigo corto, que dejan sólo mis pantalones como protección contra el frío de mis muslos; o será porque este traje tienda a ser parecido a mi… formal, extraño, oscuro y poco común.
Como todas las noches, salgo a caminar por las calles de esta ciudad, en este afán de observar, de mirar, y de pretender ser una especie de vigilante omnipresente, ausente e indiferente. El frío ayuda a mantener la mente en calma y las pozas de agua siempre son útiles para recordar que la lluvia lo purifica y aclara todo. La noche ya ha avanzado en algo y a lo lejos se oyen ruidos en uno de los hogares que hay acá. De cerca puedo observar a los vecinos intentando conciliar el sueño ante este panorama, naturalmente que en una noche tan fría desean con mayores ansias recostarse y dormir tranquilamente, pero el ímpetu y aparentemente interminable deseo juvenil de divertimento parece sobreponerse a las adversidades, y el ruido es una de esas válvulas por donde esa energía contenida escapa como volcán en erupción.
Parece que la fiesta está buena. Mientras más me acerco al frente de aquella casa, sede de festividades, más puedo notar a aquella pequeña comunidad en ese ritual de danzas y conversaciones amenas. Parecen divertirse bastante. Pero es curioso que al acercarme más a aquella casa por el frente, más lejano siento aquellas memorias de aquellos rituales festivos, de esas celebraciones a las que asistía, donde todos parecían disfrutar de esos momentos en grupo, excepto yo.
Hace algo más de frío ahora, ya estoy casi al frente de aquella casa. Cada vez que culminaba alguno de esos ritos, terminaba con más dudas que certezas, no sentía aquel disfrute que los demás sentían, y ese rito de celebración que representaba para la mayoría, para mí era de incomodidad. No era capaz de ingresar en esas dinámicas de alegría desbordante y momentos de fraternidad que son tan propios de esas situaciones. Del mismo modo no podía acceder a esas instancias en momentos más casuales, conversaciones de pasillo o reuniones esporádicas, que a esa altura traían más incertidumbre e inhibición.
Gran parte de eso quizá se debía a que, en el fondo, no entiendo a las personas. No entiendo sus maneras, sus claves ni sus vínculos, no entiendo por qué hacen lo que hacen y por qué les interesa (cosa que descubrí con el tiempo que a mí nunca me interesó). Más allá de esa diferencia que tenía con los demás, nunca entendí muchas cosas de ellos.
A medida que camino por el frente voy recordando aquellos pasajes de mi vida, aquellos momentos donde siempre me preguntaba “¿Qué hago aquí?”, debería estar en otra parte, más tranquilo, sin sobresaltos, en silencio. Era en aquellos momentos donde esa diferencia cobraba más fuerza y los deseos de alejarse de esos lugares extraños, ajenos, incomprensibles, y a grandes ratos, indeseables, crecían. Aquellas sensaciones fueron mayores con el tiempo, y siempre que trataba reducir en algo aquellas diferencias… más extraños eran.
Todas aquellas tribulaciones y reflexiones me hicieron concluir que no entendía muchas cosas y que yo no era parte de aquellos rituales en comunidad, ni de celebraciones, conversaciones, relaciones ni encuentros casuales. Mis lugares están en otra parte, lejos de esas instancias grupales que tanta lejanía me causan. La verdad es que nunca desarrollé mi sentido de pertenencia a esas cosas, y eso hizo crecer el rechazo que sentía a esas actividades. Definitivamente, terminé alejándome de todo eso.
La noche se hace mucho más fría y algunas gotas vuelven a caer, por desgracia tendré que dejar esta caminata para la próxima, antes de que mi gabardina nueva se moje demasiado. Mañana seguiré explorando los rincones de esta ciudad, que con frecuencia se me hace hostil y extraña.
Como todas las noches, salgo a caminar por las calles de esta ciudad, en este afán de observar, de mirar, y de pretender ser una especie de vigilante omnipresente, ausente e indiferente. El frío ayuda a mantener la mente en calma y las pozas de agua siempre son útiles para recordar que la lluvia lo purifica y aclara todo. La noche ya ha avanzado en algo y a lo lejos se oyen ruidos en uno de los hogares que hay acá. De cerca puedo observar a los vecinos intentando conciliar el sueño ante este panorama, naturalmente que en una noche tan fría desean con mayores ansias recostarse y dormir tranquilamente, pero el ímpetu y aparentemente interminable deseo juvenil de divertimento parece sobreponerse a las adversidades, y el ruido es una de esas válvulas por donde esa energía contenida escapa como volcán en erupción.
Parece que la fiesta está buena. Mientras más me acerco al frente de aquella casa, sede de festividades, más puedo notar a aquella pequeña comunidad en ese ritual de danzas y conversaciones amenas. Parecen divertirse bastante. Pero es curioso que al acercarme más a aquella casa por el frente, más lejano siento aquellas memorias de aquellos rituales festivos, de esas celebraciones a las que asistía, donde todos parecían disfrutar de esos momentos en grupo, excepto yo.
Hace algo más de frío ahora, ya estoy casi al frente de aquella casa. Cada vez que culminaba alguno de esos ritos, terminaba con más dudas que certezas, no sentía aquel disfrute que los demás sentían, y ese rito de celebración que representaba para la mayoría, para mí era de incomodidad. No era capaz de ingresar en esas dinámicas de alegría desbordante y momentos de fraternidad que son tan propios de esas situaciones. Del mismo modo no podía acceder a esas instancias en momentos más casuales, conversaciones de pasillo o reuniones esporádicas, que a esa altura traían más incertidumbre e inhibición.
Gran parte de eso quizá se debía a que, en el fondo, no entiendo a las personas. No entiendo sus maneras, sus claves ni sus vínculos, no entiendo por qué hacen lo que hacen y por qué les interesa (cosa que descubrí con el tiempo que a mí nunca me interesó). Más allá de esa diferencia que tenía con los demás, nunca entendí muchas cosas de ellos.
A medida que camino por el frente voy recordando aquellos pasajes de mi vida, aquellos momentos donde siempre me preguntaba “¿Qué hago aquí?”, debería estar en otra parte, más tranquilo, sin sobresaltos, en silencio. Era en aquellos momentos donde esa diferencia cobraba más fuerza y los deseos de alejarse de esos lugares extraños, ajenos, incomprensibles, y a grandes ratos, indeseables, crecían. Aquellas sensaciones fueron mayores con el tiempo, y siempre que trataba reducir en algo aquellas diferencias… más extraños eran.
Todas aquellas tribulaciones y reflexiones me hicieron concluir que no entendía muchas cosas y que yo no era parte de aquellos rituales en comunidad, ni de celebraciones, conversaciones, relaciones ni encuentros casuales. Mis lugares están en otra parte, lejos de esas instancias grupales que tanta lejanía me causan. La verdad es que nunca desarrollé mi sentido de pertenencia a esas cosas, y eso hizo crecer el rechazo que sentía a esas actividades. Definitivamente, terminé alejándome de todo eso.
La noche se hace mucho más fría y algunas gotas vuelven a caer, por desgracia tendré que dejar esta caminata para la próxima, antes de que mi gabardina nueva se moje demasiado. Mañana seguiré explorando los rincones de esta ciudad, que con frecuencia se me hace hostil y extraña.
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