La máquina avanza a paso firme, indubitable, manejada por pequeños monaguillos confiados en su orgullosa creación, y seguros de su imbatibilidad ante cualquier adversario.
Avanzan en su máquina, seguros de conocer a sus enemigos, seguros de anticipar cualquier movimiento de estos. Bueno, interminables años estudiándolos y espiándolos, había generado la sensación de saber todo acerca de sus supuestos dóciles rivales, deseosos estos de frenar el avance de aquella máquina en apariencia perfecta.
Parecía ser que nada podía detener el avance de este monumento a la magnificencia, que arrasaba con todo lo que se osase a cruzar por su largo y pedregoso camino. Supuestamente aquel monstruo debía servir a sus monaguillos, pero esa maldita obsesión, ese maldito afán de perfeccionarlo todo terminó por convertir a los monaguillos en sirvientes de la máquina, olvidando para qué la habían creado.
Es por eso que olvidaron a sus rivales, a esos numerosos adversarios deseosos de cobrar venganza y recuperar todo aquello que esa máquina les había quitado. Nunca antes el odio y el deseo de revancha había sido tan grande contra alguien, y es así como la vida embosca a quienes olvidan que no son sólo los únicos que viven y tienen derecho a vivir.
Al final los monaguillos ven su orgullosa y obsesiva creación destruida en medio de la ira de sus enemigos, cayendo en cuenta de que también ellos habían sido destruidos por aquellos que jamás debieron calificar de “adversario”.
La vida siempre nos enseña que no podemos vivir con tal grado de soberbia, pasando a llevar aquello que nos rodea.
Avanzan en su máquina, seguros de conocer a sus enemigos, seguros de anticipar cualquier movimiento de estos. Bueno, interminables años estudiándolos y espiándolos, había generado la sensación de saber todo acerca de sus supuestos dóciles rivales, deseosos estos de frenar el avance de aquella máquina en apariencia perfecta.
Parecía ser que nada podía detener el avance de este monumento a la magnificencia, que arrasaba con todo lo que se osase a cruzar por su largo y pedregoso camino. Supuestamente aquel monstruo debía servir a sus monaguillos, pero esa maldita obsesión, ese maldito afán de perfeccionarlo todo terminó por convertir a los monaguillos en sirvientes de la máquina, olvidando para qué la habían creado.
Es por eso que olvidaron a sus rivales, a esos numerosos adversarios deseosos de cobrar venganza y recuperar todo aquello que esa máquina les había quitado. Nunca antes el odio y el deseo de revancha había sido tan grande contra alguien, y es así como la vida embosca a quienes olvidan que no son sólo los únicos que viven y tienen derecho a vivir.
Al final los monaguillos ven su orgullosa y obsesiva creación destruida en medio de la ira de sus enemigos, cayendo en cuenta de que también ellos habían sido destruidos por aquellos que jamás debieron calificar de “adversario”.
La vida siempre nos enseña que no podemos vivir con tal grado de soberbia, pasando a llevar aquello que nos rodea.